miércoles, 23 de enero de 2013

What A Feeling- Capitulo 27


Nick sonrió.
Esa tarde, Miley fue a visitar un par de pisos más y, cuando le contó a
Anthony lo de los e-mails, casi le dio un ataque de risa. Cuando consiguió
calmarse, lo único que dijo fue:
—¿Lo ves, Miley? Yo tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo de Nick. Sabía que estaba loco por ti.
Ella decidió ignorar ese comentario, pero tenía que reconocer que cada
vez tenía menos ganas de encontrar el piso perfecto.
El jueves, a eso de las tres, Miley aún no había recibido ningún e-mail
y supuso que Nick ya se había cansado, pero a las tres y media vio que
se había equivocado:
Oh, bella doncella, estoy preso en una celda con el malvado tirano Sam
y la bruja Amanda. ¿Seríais tan gentil de venir a rescatarme? Os prometo
que luego os llevaré a la mejor posada del feudo.
SIR NICK (caballero de la Mesa Redonda)
Miley tuvo que morderse los labios para no reír. Se había olvidado de
que Nick  y Sam tenían una reunión muy importante,  y seguro que no
había tenido ni un momento libre. Contestó en menos de dos minutos:
Oh, sir Nick, me temo que deberéis liberaros solo. Me atrevería a
sugerir que utilicéis vuestra espada, pero una doncella como yo no sabe de
esas cosas.
LADY MILEY
Nick se sonrojó al leerlo, y cuando Sam le preguntó qué pasaba, lo
único que se le ocurrió decir fue que tenía calor. Y vaya si lo tenía. Miley
seguía sin querer hacer nada con él, pero al menos esa vez había tardado
menos de dos horas en contestar, lo cual ya era una victoria. Esa noche, él
volvió a llegar tarde y, muy a su pesar, vio que Miley ya se había acostado.
Al día siguiente volvería a intentarlo.
El  viernes a las nueve de la mañana Miley abrió ansiosa su correo
electrónico y vio que aún no había recibido ningún e-mail de Nick. Tal vez
se lo enviaría más tarde. A las once seguía sin haber recibido nada. Ni a las
once y media. Se juró a sí misma que no volvería a consultar el correo hasta
las doce y media y se obligó a esperar hasta entonces. A esa hora sí había
un e-mail de Nick:
Echo de menos hablar contigo.
NICK
Miley  casi  se  cayó  de  la  silla.  Los  otros  mensajes  habían  sido
simpáticos,  medio en broma.  Aquello no se lo esperaba.  Antes  de que
pudiera pensarlo mejor, contestó:
Yo también.
MILEY
Nick abrió el mensaje de Miley y respiró aliviado. Se había pasado
toda la noche pensando qué escribir.  Nada le parecía lo suficientemente
ingenioso, así que al final optó por decirle sinceramente lo que pensaba. Por
suerte, Miley había sido igual de sincera y por fin había bajado un poco la
guardia. Como no quería que ella tuviera tiempo para cambiar de opinión, le
mandó en seguida otro e-mail.
Llegaré tarde a casa.
¿Te importaría esperarme despierta?
Nicky
Cuando Miley vio que él le había mandado otro e-mail en apenas cinco
minutos de diferencia, le dio un vuelco el corazón. Sonrió no sólo por lo que
le  decía,  sino  también  porque  había  firmado  «Nicky».  Ella  sólo  lo  había
llamado así la noche que se acostaron. No estaba segura de qué pretendía
Nick con ese cambio de actitud, pero decidió arriesgarse.
Te esperaré.
MILEY
Miley pensó que si tenía que esperarlo, bien podía hacerlo con estilo, y
decidió cocinar algo.  A ella siempre le había gustado cocinar, la relajaba;
muchas de las mejores decisiones que había tomado en su vida, las había
tomado delante de un horno o unos fogones. Por su parte, Nick se pasó
toda la reunión mirando el  reloj.  Cuando por  fin terminó,  se despidió de
todos los directivos sin perder un minuto y salió a toda prisa del  edificio.
Estaba impaciente por  llegar  a casa y hablar  con Miley.  Lo tenía todo
pensado;  primero se disculparía otra vez por  lo de esa noche,  luego se
disculparía por su comportamiento de las últimas dos semanas, y más tarde
le  advertiría  sobre  Anthony.  Seguro  que,  después,  todo  volvería  a  la
normalidad: ellos dos serían amigos de nuevo y, dentro de más o menos
cuatro meses, ella regresaría a Barcelona y él seguiría allí, con su corazón
intacto y su vida tal como a él le gustaba.
—¿Hola? —saludó Nick al abrir la puerta.
—Hola, ¿qué haces ahí quieto en la entrada? ¿Te pasa algo? —Miley
había salido de la cocina.  Llevaba un pantalón de algodón gris con una
sudadera  rosa  que le dejaba  un hombro  al  descubierto,  y  blandía  una
cuchara en la mano.
—No. No me pasa nada. ¿Ese olor viene de mi cocina?
—Sí. Hacía tiempo que me apetecía comer lubina al horno y hoy me he
decidido a prepararla. Espero que te guste.
—Sí,  claro.  Me sorprende que el  horno funcione,  creo  que eres  la
primera persona que lo utiliza. Huele muy bien.
—Gracias.  La verdad es que me ha costado un poquito encenderlo,
pero ahora lo único que me falta es poner la mesa. ¿Quieres cenar conmigo
o ya has cenado? —Miley volvió a la cocina para comprobar que el pescado
estuviera en su punto.
—No.  Quiero decir,  sí.  —Nick  titubeaba,  no tenía ni  idea de cómo
reaccionar. El discurso que había preparado se le olvidó por completo y en
lo único que era capaz de pensar era en dos cosas: la primera, Miley iba
vestida con una camiseta que daba ganas de empezar a besarle el hombro,
el cuello... y la segunda, tenía que cambiar la dirección de su pensamiento o
iba a tener problemas. Ellos dos sólo iban a ser amigos.
—No  te  entiendo.  —«Cosa  que  ya  es  habitual»,  pensó  Miley—.
¿Quieres o no quieres cenar?
—Sí, quiero cenar. No, no he cenado antes, y si me das cinco minutos,
me cambio de ropa y pongo la mesa. ¿Te parece bien?
—Sí, me parece perfecto, pero que sean dos minutos, el pescado casi
está.
En su habitación, Nick se cambió de ropa, se puso un pantalón de
algodón que utilizaba a veces para ir a correr,  y una camiseta,  e intentó
borrarse de la cabeza la insinuante imagen del hombro de Miley. No pudo.
Salió de la habitación y puso la mesa.
—¿Puedo hacer algo más? —preguntó luego.
—No, ya está. Siéntate. Pero luego tú te encargas de recoger los platos
y limpias la cocina.
—Claro,  si  tú cocinas,  yo limpio.  Como debe ser,  ¿no? —dijo él,  y le
guiñó un ojo.
Miley sirvió la comida y los dos empezaron a cenar.  Nick  fue el
primero en romper aquel cómodo silencio:
—¿Aún sigues enfadada?
—Nunca he estado enfadada. —Al ver que él levantaba una ceja añadió
—: Es sólo que, en estas últimas dos semanas, no hemos coincidido mucho.
—Miley había decidido seguir los consejos de Anthony y fingir que ella no lo
había echado de menos.  Según Anthony,  nada ponía más nervioso a un
hombre que sentirse ignorado.
—Ya. —Como no sabía qué más decir, optó por seguir con el pescado.
—Esto era lo que querías,  ¿no?  —Miley bebió un poco de agua y
continuó—: Volver a tener tu espacio, recuperar tu vida. Al menos eso me
pareció entender, y creo que tenías toda la razón. —No estaba dispuesta a
que él creyera que ella no pensaba lo mismo que él.
Nick  la miró estupefacto.  Se había estado comportando como un
idiota; la había estado evitando para nada. Entonces se dio cuenta de que
había música, y sonrió.
—¿Sinatra?
—Sí, es ideal para cocinar y para bailar. Tiene un ritmo especial, como
si te guiara. No sé.
—¿Sabes  que eres  la única persona que conozco que considera la
música de ese modo? En fin, creo que sólo hay una manera de comprobar
tu teoría de Sinatra y,  como no tengo ni  idea de cocinar,  ¿quieres bailar
conmigo?
Nick se levantó de su silla y le tendió la mano mientras sonaba Fly
me to the moon.
—¿Te has vuelto loco? ¿Bailar aquí?
—Sí, claro. Vamos, no seas cobarde. —La miró a los ojos, desafiándola.
—Está bien, pero luego no digas que soy yo la que hace cosas raras.
Se levantó de la silla y aceptó el reto.
Miley estaba de pie frente a Nick. Él le cogió las manos y las colocó
alrededor de su cuello y, con las suyas, le recorrió lentamente la espalda
para acabar apoyándose justo en sus caderas.
—Miley, te he echado de menos.  Baila conmigo.  Por favor. —Nick
sabía que eso le iba a causar problemas, y que era justo lo que no tenía que
hacer, pero no pudo evitarlo.
—Yo también te he echado de menos.

jueves, 3 de enero de 2013

at dusk niley- capitulo 58


Dana  apretó  el  gatillo  y  envió  un  fuerte  chorro  de  agua  hacia  los
profesores. El señor Yee y el profesor Iwerebon retrocedieron de inmediato
gritando de dolor como si los hubieran rociado con ácido.
—¡Así se hace! —aulló Kate.
Sin  embargo,  cuando Dana volvió a disparar,  el  siguiente  chorro no
alcanzó  su  destino.  El  aire  estaba  caldeándose  tanto  que  el  agua  se
evaporaba al instante.
Las  vigas  de  madera  del  techo  crujieron  de  manera  alarmante.  El
profesor  Iwerebon seguía  gritando  de dolor  y el  señor  Watanabe  tosía
profusamente  por  culpa  del  humo.  Las  tablas  del  suelo  estaban
empezando  a  calentarse.  Dejé  de  preguntarme  qué  bando  caería  y
empecé a cuestionarme si no lo haríamos todos.
—¡Salgo! —grité—. ¡Voy a salir!
—¡No, Miley! —La luz  que desprendía el  fuego bañaba el  rostro de
Nick de rojo y dorado—. ¡No puedes irte!
—Si no me voy, moriréis. Todos. No puedo permitirlo.
Nuestras miradas se encontraron.  Jamás había imaginado cómo sería
tener que despedirse de Nick, pues dicha despedida me habría parecido
imposible.  No  solo  formaba  parte  de  mi  vida,  formaba  parte  de  mí.
Separarme  de  él  era  como  cortarme  una  mano  y  tener  que  serrar
tendones  y  huesos:  sangriento,  desgarrador,  aterrador.  Sin  embargo,
habría hecho cualquier cosa por Nick y eso significaba que incluso podía
hacer aquello.
—No —murmuró  Nick.  Su  voz  apenas  era  audible  por  encima  del
rugido de las llamas. Los miembros de la Cruz Negra estaban reuniéndose
en el centro de la sala para defenderse—. Tiene que haber otro modo.
Negué con la cabeza.
—No, no lo hay. Lo sabes igual que yo. Nick, lo siento, lo siento mucho.
Nick dio un paso hacia mí y estuve tentada de echarme en sus brazos
y volver a abrazarlo al menos una última vez. Sin embargo, sabía que si lo
hacía no podría irme nunca. Tenía que ser fuerte, por el bien de ambos.
—Te quiero —dije, antes de dar media vuelta y salir corriendo hacia mis
padres.
La mano de mi padre se cerró sobre mi brazo al tiempo que mi madre y
él tiraban de mí hacia fuera. La puerta se cerró detrás de nosotros.
—¡Miley! —Mi madre me abrazó con fuerza y comprendí que lloraba.
Su cuerpo se agitaba con cada sollozo—. Mi niña, mi niña, creíamos que no
volveríamos a verte.
—Lo siento. —Yo también la abracé, sin soltar la mano de mi padre, cuya
cara magullada y ojos oscuros veía por encima del hombro de mi madre.
En vez de la furia o el rencor que hubiera esperado, solo descubrí alivio en
su mirada—. Os quiero mucho a los dos.
—Cariño, ¿estás bien? —preguntó mi padre.
—Estoy bien, lo prometo. Dejadles ir, por favor. Hacedlo por mí. Dejadles
ir.
Mis padres asintieron con la cabeza y si a Balthazar no le pareció bien,
al  menos  no  lo  expresó  en  voz  alta.  Nos  dirigimos  hacia  las  puertas
delanteras del centro cívico. El humo denso que escapaba por el tejado se
alzaba en una gruesa y oscura columna ensortijada. Una transeúnte ya se
había puesto a gritarle al teléfono móvil  desde el coche, aparcado en la
calle de enfrente. Los bomberos no tardarían en aparecer.
Los tres subimos a la acera todavía abrazados. Balthazar nos seguía
muy de cerca. La señora Bethany se dirigió a nosotros sin perder tiempo,
con sus largas faldas agitándose tras ella.
—¿Qué están haciendo? —preguntó—.  ¡Vigilen la retaguardia! ¡No les
dejen salir!
—¡No! —grité—. No puede hacer eso. ¡No puede matarlos!
—Es lo que ellos harían con nosotros —replicó la señora Bethany con
voz áspera. Sus labios esbozaron una sonrisa forzada.
—No, déjeles irse —dijo mi madre, respirando hondo.
Mi padre la miró un segundo, pero no puso objeciones; se limitó a no
soltarme la mano.
—Ya me han oído. —La señora Bethany se acercó a nosotros y clavó sus
ojos oscuros en mí como lo haría un halcón antes de lanzarse en picado
sobre su presa—. ¿Acaso cuestionan mi autoridad? ¡Soy la directora de
Medianoche!
Fue Balthazar quien contestó, cargando el arco con toda naturalidad, de
modo  que  acabó  apuntando  directamente  a  la  señora  Bethany.  No la
estaba amenazando de manera explícita, pero estaba claro que no iba a
echarse atrás. Al tiempo que la señora Bethany se erguía de un respingo,
conmocionada, Balthazar dijo, alargando las palabras:
—Ahora no hay clases.
La señora Bethany frunció el ceño, pero no dijo nada; ni siquiera hizo
intención de moverse cuando oímos la furgoneta en la  parte de atrás,
señal inequívoca de que los miembros de la Cruz Negra escapaban. Cerré
los ojos  con fuerza  y deseé oír  las  sirenas  de los bomberos para que
ahogaran las pisadas de Nick alejándose de mí para siempre.
—Sus padres dicen que la secuestraron.
La señora Bethany estaba sentada detrás del escritorio de su despacho,
el de la cochera de Medianoche. Yo había tomado asiento delante de ella,
en una incómoda silla de madera. Llevaba la ropa arrugada y manchada
de hollín.  Estaba helada hasta los  huesos,  extenuada,  y tenía  hambre,
tanto de algo sólido como de sangre. Los últimos rayos de luz anaranjados
se colaban a través de los  cristales.  No habían  pasado ni  veinticuatro
horas desde que mi mundo se había desmoronado y la verdad acerca de
Nick  había  salido  a  la  luz.  Sin  embargo,  tenía  la  sensación  de  que
hubieran pasado siglos.
—Exacto —contesté, sin convicción—. Nick me obligó a irme con él.
Sentada en su silla, la señora Bethany hacía correr el relicario de oro de
un lado a otro de la cadena una y otra vez, adelante y atrás, por lo que
tenía el débil ruidito metálico metido en los oídos. A diferencia de mí, ella
tenía un aspecto impecable, incluso el encaje de volantes del cuello seguía
almidonado, aunque olía a humo y no a lavanda.
—Es curioso que no supiera defenderse. Después de todo, es usted un
vampiro.
«¿Lo soy?». Ya ni siquiera estaba segura de eso.
—Es un miembro de la  Cruz  Negra  —contesté—.  Y tiene  alguno  de
nuestros poderes. Pudo con mi padre y con Balthazar a la vez. ¿Qué iba a
hacer?
—Veo que ya ha aprendido a contestar preguntas comprometidas con
otra pregunta. —La señora Bethany soltó un hondo suspiro y, por primera
vez, vi un atisbo de humor sombrío en su mirada—. Ya veo que ha dejado
de ser la pusilánime de siempre. Al menos este año ha aprendido algo.
Recordé  lo  que  Nick  me había  dicho  la  noche  anterior:  la  señora
Bethany había cambiado unas normas de cientos de años de antigüedad
para admitir  alumnos humanos en Medianoche. El no había conseguido
descubrir por qué y yo no sabía por dónde empezar. Mientras la miraba,
solo podía pensar en que era más vieja, más fuerte y más taimada de lo
que nunca había imaginado.  Sin embargo,  ya no le tenía miedo porque
sabía que incluso la señora Bethany era vulnerable.
Si había permitido la entrada de alumnos humanos en Medianoche era
porque necesitaba algo, desesperadamente, y eso significaba que tenía
una debilidad, lo que la igualaba a los demás. Consciente de ello, ahora
podía mirarla a la cara.
Me levanté de la silla sin pedir permiso para irme.
—Buenas noches, señora Bethany.
Sus  ojos  oscuros  lanzaron  un  brillo  peligroso,  pero  se  limitó  a
despedirme con un gesto de la mano.
—Buenas noches.
Esa noche, mis padres me mimaron como no lo habían hecho desde que
era niña:  me buscaron unos calcetines  que abrigaran, unas almohadas
bien  mullidas  y me calentaron un vaso  de sangre en el  microondas a
temperatura corporal. No tuve que preguntarles si de verdad creían que
Nick me había secuestrado, habría sido un insulto para su inteligencia.
Sabía  que  no  lo  entendían;  cualquier  simpatía  que  Nick  pudiera
despertarles  quedaba aniquilada por  el  odio que sentían  hacia la  Cruz
Negra.  Sin  embargo,  aunque  no  compartieran  mis  decisiones,  me
perdonaron y eso fue más que suficiente para recordarme lo mucho que
me querían. Incluso se apoltronaron en la cama, uno a cada lado, mientras
Rosemary Clooney daba vueltas en el tocadiscos de la otra habitación, y
me contaron viejas historias sobre qué aspecto tenían los campos de trigo
de Inglaterra,  historias  amables ajenas  a peligros,  historias  inmutables,
bellas.  Y siguieron hablando  largo rato  hasta  que el  dolor  se rindió  al
cansancio y al final, por fin, conseguí dormirme.
Esa noche volví a soñar con la tormenta, con el arbusto trepador que
encerraba a Medianoche en un cerco de zarzas y con las misteriosas flores
negras que florecían bajo mis manos. Incluso en el sueño era consciente
de que ya lo había visto antes. Había sido avisada de que las flores no
eran para mí incluso antes de conocer a Nick, y aun así, a pesar de las
espinas y de la tormenta, intenté cogerlas.
—Ya vuelves a soñar despierta.
Las palabras de Raquel me devolvieron a la realidad. Estábamos en el
lindar del bosque, donde empezaban los terrenos de la escuela, bajo los
brotes de las hojas nuevas y lozanas, tan suaves que se rizaban en los
bordes. No sé cuánto tiempo llevaba inmóvil, con la mano apoyada en una
rama. Raquel era una buena amiga, sabía cuándo necesitaba espacio y me
lo prestaba, y cuándo era el momento de devolverme a la tierra.
—Lo siento.  —Echamos a andar con paso relajado sin tomar ninguna
dirección en particular—. No sé en qué estaba pensando.
—Estabas  pensando  en  Nick.  —Raquel  no  se  dejaba  embaucar  así
como así—. Ya han pasado casi seis semanas, Miley. Tienes que olvidarlo
y lo sabes.
Raquel solo sabía lo que los alumnos como ella sabían: que Nick había
incumplido un montón de normas y  que se había  fugado  después  de
agredir a mi padre en su huida. Tal vez aquello encajara a la perfección en
su  amargada  visión  del  mundo  donde  los  secretos  solo  encubrían
violencia. Me había advertido acerca de Nick muchas veces. ¿Por qué no
iba a creer que se hubiera fugado? Sin embargo, jamás le oí nada que ni
siquiera se le pareciera a un «te lo dije». Raquel era demasiado buena
para eso.
Vic no se lo tomó tan bien. Nick era su mejor amigo en Medianoche y
ahora había un vacío en la vida de Vic que no estaba en mis manos poder
llenar. Le había intentado convencer como había podido de que Nick era
una  buena  persona  y  que  tenía  sus  motivos  para  irse,  sin  desvelarle
ningún secreto que hubiera podido ponerlo en peligro. Pensaba que Vic me
había creído, pero ya no sonreía tanto como antes, y no me habrían venido
nada mal algunas de sus sonrisas.
Los demás  vampiros,  tanto  alumnos como profesores,  sabían más  o
menos la verdad. Sabían que Nick era miembro de la Cruz Negra y que
ahora compartía parte de la fuerza y el poder de un vampiro gracias a mí.
Antes,  Courtney y sus  amigos se limitaban  a despreciarme; ahora  me
odiaban, simple y llanamente.
No obstante, y para mi sorpresa, el grupo de Courtney era una minoría.
Mis padres me habían perdonado, por descontado, y Balthazar culpaba a
Nick  de  todo,  por  lo  que  me  trataba  con  mayor  delicadeza  para
compensar la supuesta crueldad de Nick. No obstante, también recibí el
consuelo y el apoyo de otros: del profesor Iwerebon, quien había impartido
varias clases fuera del programa sobre la traicionera Cruz Negra mientras
gesticulaba con sus manos vendadas; o de Patrice, quien insistió en que
no podía considerarse responsable a ninguna chica por enamorarse por
primera  vez.  Supuse  que,  para  ellos,  enfrentarme  a  la  Cruz  Negra
significaba estar aún más de su lado. Un vampiro más puro que antes.
Yo era la  única que sabía  toda la verdad sobre Nick:  quién era en
realidad y qué sentíamos el uno por el otro. Esa certeza era lo único que
me quedaba de él y tendría que acarrear con ella yo sola.
—Deberíamos volver adentro. —Raquel me dio un ligero codazo, que era
la máxima muestra de afecto que pudiera pedírsele. La pulsera de cuero
marrón  bailaba  de  nuevo  en  su  muñeca.  Le  había  dicho  que  había
aparecido en objetos perdidos—. Pronto llegará el correo.
—¿Esperas un paquete? —Los padres de Raquel la habían defraudado
en muchas ocasiones, pero al menos sabían cocinar—. Si va a haber más
galletas de avena...
Raquel se encogió de hombros.
—Será mejor que estés cuando abra la caja o me las zamparé en un
abrir y cerrar de ojos.
—Aprende a controlarte un poco, anda.
Sentí  que  una  sonrisa  intentaba  dibujarse  en  mi  cara  cuando
empezamos a atravesar los jardines. Por primera vez era capaz de pasar
junto al cenador sin esperar ver a Nick en cualquier momento.
—Conocerse  a  sí  mismo  es  mejor  que  controlarse,  en  eso  no  hay
discusión —afirmó Raquel—, y me conozco lo suficiente para saber cómo
me comporto cuando se trata de galletas.
Entramos  en  el  gran  vestíbulo  cuando  los  primeros  paquetes  con
envoltorio de papel marrón y sobres de FedEx empezaban a viajar entre
los presentes. Tal como había dado a entender, Raquel  recibió una caja
enorme y ambas nos dirigimos a la escalera que subía hasta su habitación
para dar cuenta de las galletas. Sin embargo, no había acabado de poner
el pie en el primer peldaño cuando alguien me tiró del brazo.
—¿Miley? —Vic se retiró el flequillo rubio hacia atrás para apartárselo
de la cara y sonrió indeciso—. Eh, ¿podemos hablar un segundo?
—Claro, ¿qué pasa?
Parecía nervioso e incómodo.
—Esto... ¿A solas?
Recé para que a Vic no se le hubiera pasado por la cabeza la peregrina
idea de pedirme salir de rebote.
—Vale,  de acuerdo.  —Me encogí  de hombros y me dirigí  a Raquel—.
Será mejor que queden galletas cuando vuelva.
—No prometo nada.
Subió corriendo la escalera sin mí y decidí tardar lo menos posible.
Vic me llevó al otro extremo del salón, cerca de la única ventana de
cristal transparente, la que había roto Nick y, mucho tiempo atrás, otro
miembro de la Cruz Negra. En vez de sus habituales andares desgarbados,
Vic estaba tenso y un poco raro. Bueno, más raro de lo habitual.
—Oye, ¿estás bien? —le pregunté.
—¿Yo? Sí,  claro.  —Miró a su alrededor,  se convenció de que por  fin
estábamos  solos  y  luego  sonrió—.  Y  tú  vas  a  estar  muchísimo  mejor
gracias a algo que he encontrado en mi paquete.
—¿A qué te refieres...?
Fui quedándome sin voz cuando Vic me deslizó algo en el bolsillo de la
chaqueta.
«Día de entrega de correo. Nick debió de suponer que comprobarían
las cartas que yo recibiera, pero no las de Vic.  Si Nick quisiera llegar
hasta mí, es así cómo lo haría.»
Puse  una  mano  sobre  el  bolsillo,  que  ahora  abultaba  con  un  sobre
grueso y acolchado. Vic asintió rápidamente.
—Vale, pues sí, entonces así está bien. Me alegro de que nos hayamos
entendido. ¡Nos vemos!
Respiré hondo mientras lo veía alejarse a grandes zancadas. Creí que se
me iba  a  salir  el  corazón  del  pecho,  pero  subí  la  escalera  con  toda
tranquilidad hasta llegar a los alojamientos de mis padres. No había nadie,
seguramente estarían abajo, corrigiendo trabajos y preparando los finales.
Entré en mi habitación, cerré la puerta y, tras un momento de vacilación,
bajé la persiana para que ni siquiera la gárgola pudiera verme. Luego, abrí
el sobre con dedos temblorosos.
Dentro había una cajita blanca. Al abrirla, algo oscuro cayó en mi mano
extendida: mi broche. Las flores negras lanzaron un destello en mi palma,
tan perfectas y hermosas como siempre.
«Lo prometió. Nick prometió que lo recuperaría para mí, y lo ha hecho.
Ha cumplido su palabra.»
Por un momento no pude pensar en nada más que en el broche. Deseé
prendérmelo en la camisa de inmediato, donde siempre lo llevaba, pero
donde ya no podría hacerlo nunca más. Demasiada gente sabía que había
sido un regalo de Nick, y si alguien descubría que él y yo seguíamos en
contacto, la señora Bethany y sus acólitos lo utilizarían para ir tras él. No,
tenía que esconderlo por  el bien de Nick,  tenía que guardarlo a buen
recaudo.
Puede  que  nunca  más  volviera  a  tener  nada  de  él,  pero  al  menos
contaba con aquello para recordarme algo que nadie más comprendería:
que Nick y yo nos queríamos de verdad y que siempre lo haríamos.
Envolví el broche con sumo cuidado en una de mis bufandas y la metí
en el fondo de un cajón del tocador.  Estaba a punto de arrojar el sobre
para ocultar las pruebas, cuando descubrí que dentro había algo más: una
postal.  Era una de esas postales  caras  que venden en los  museos, de
papel blanco, grueso y satinado, con una ilustración en el frente:  El beso
de Klimt. Levanté la vista para ver el póster idéntico colgado junto a mi
cama, la misma lámina que él había contemplando mientras estuvo allí,
compartiendo risas, conversaciones y besos durante esos breves meses
que pasamos juntos.  Con reverencia,  giré la  postal  y leí  lo  que había
escrito:
Miley,  he de ser  breve.  Tienes  que destruir  esta postal  en cuanto
acabes de leerla porque sería peligroso para ti que la señora Bethany la
descubriera. Sé que si me extendiera demasiado, te aferrarías a ella para
siempre, por peligroso que fuera.
No pude por menos que sonreír. Nick me conocía a fondo.
Estoy bien, igual que mi madre y mis amigos, y todo gracias a ti. Fuiste
más fuerte de lo que yo podría haberlo sido ese día. Yo no habría tenido el
valor de despedirme de ti.
Y tampoco pienso hacerlo ahora.
Volveremos a estar juntos, Miley. No se dónde, ni cuándo, ni cómo,
pero lo sé. No podría ser de otro modo.
Necesito que lo creas. Porque creo en ti.
—Lo creo, Nick —murmuré.
Habíamos vuelto a encontrarnos, y lo  único que tenía que hacer era
aguantar  hasta  que  llegara  ese  momento.  Algún  día,  Nick  y  yo
encontraríamos el modo de volver a estar juntos.
Fin