Nick nunca había mencionado que tuviera un padrastro. Por lo visto
no
le entusiasmaba la
idea de tener que considerarlo un miembro más de la
familia. La
sonrisa de Nick era poco convincente.
—Tuve que sacar a Miley
de allí. Sé que me he saltado el protocolo al
hablarle de la
Cruz Negra, pero confío en ella.
—Espero que
Nick no se haya equivocado contigo, Miley
—dijo
Eduardo,
entrecerrando los ojos y clavándolos en
mí antes de mirar
fijamente a Nick.
La amenaza era clara: por mi bien, más me valía que
Nick tuviera razón. Desvelar secretos no era algo que esa
organización
se tomara a la ligera, sobre todo
Eduardo y Kate, quienes parecían ser los
cabecillas—. Si queremos ponernos
en marcha, tendremos que acelerar
las explicaciones.
Todo el mundo empezó a bombardear a
Nick con preguntas sobre la
huida intempestiva. A pesar de ser
consciente de que yo también debía
responder a sus cuestiones, aunque
solo fuera para ayudar a Nick con la
historia que tendría que
inventarse, algo me impedía concentrarme. Mi
vida estaba cambiando
en cuestión de segundos y me alejaba
a tal
velocidad de lo que había sido mi
mundo hasta entonces que sentía una
especie de bloqueo. Aunque no solo
por eso. También percibía una especie
de zumbido sordo del que era
incapaz de establecer su procedencia; era
como si el suelo vibrara
suavemente. A pesar de que casi llevaba un día
entero sin comer, tenía el
estómago revuelto. En ese lugar ocurría algo,
algo muy extraño.
Entonces, al mirar a un lado vi una
silueta que se dibujaba en el yeso,
más clara que el resto de la pared,
donde durante años hubo colgado algo
que había impedido el paso de la
luz. Una cruz.
Demasiado tarde comprendí que no
nos encontrábamos en un simple
centro cívico abandonado. Siglos
atrás, muchos de esos edificios también
habían servido para
otras funciones. Durante la semana eran
lugares
donde la comunidad se congregaba
para debatir sus problemas, donde se
interpretaban obras de teatro
o incluso se celebraban juicios; pero los
domingos esos edificios se
convertían en iglesias.
Una iglesia... ¡qué horror!
Los vampiros no ardían al tocar una cruz,
como tanto les gustaba proclamar en
las películas de terror, pero eso no
significaba que se lo pasaran bien
en las iglesias. Estaba un poco mareada
y aparté la vista de la forma en
cruz.
—¿Miley? —Los dedos
de Nick me acariciaron la mejilla—. ¿Estás
bien?
—No puedo quedarme aquí. ¿No hay
otro sitio al que podamos ir?
—No puedes irte ahora,
no es seguro. —Para mi sorpresa, fue Dana
quien respondió—. Olvida a esos
cabrones de Medianoche. La mala noticia
ha llegado a la ciudad y ya tenemos
suficientes problemas con ella.
Debería haber preguntado qué era
esa «mala noticia», o podría haber
fingido que conocía un lugar
seguro al que ir, cualquier cosa, pero el
zumbido que tenía metido en la
cabeza era cada vez más intenso... La
tierra consagrada me ordenaba que
me fuera. Lo que estaba sintiendo
apenas podía empezar
a compararse con lo que mis padres
experimentaban en las
iglesias, pero era suficiente para
aturdirme y
debilitarme.
—¿Y si vuelvo al motel? No hemos
devuelto la llave.
—¿Un motel? Madre de Dios. —El
señor Watanabe parecía escandalizado
—. Hoy en día crecen muy deprisa.
—Tendríamos que llevar a Miley a un
lugar seguro. —El duro tono de
Kate convertía una
mera sugerencia en una orden—. Debemos
concentrarnos y sospecho que Nick
no podrá mientras ella esté aquí.
—Estoy bien. —Era evidente que Nick
había recibido el comentario de
Kate como una crítica—. Miley me
ayuda a pensar con claridad. Estoy
mejor cuando estoy con ella.
El señor Watanabe lo miró con una
amplia sonrisa y yo lo habría imitado
si no me hubiera superado la
necesidad de salir de allí cuanto antes.
—No pasa nada —aseguré—. Puedes
venir a buscarme después. Debería
volver al motel.
Eduardo negó con la cabeza.
—Los vampiros podrían haberos
seguido hasta allí. Deberíamos llevarte
a un lugar seguro. ¿Qué me dices de
tu casa?
La sola idea me
cortó la respiración. Mi hogar —mis
padres, mi
telescopio, mi póster de Klimt, los
discos antiguos e incluso la gárgola—
me parecía el lugar más seguro del
mundo y el más alejado de todos.
Pocas veces me había sentido tan
sola.
—No puedo volver allí.
—Si te preocupa lo que vas a decir,
podemos ayudarte —insistió Kate,
poco dispuesta a dar su brazo a
torcer—. Solo tenemos que llevarte con tu
familia. ¿Dónde están tus padres?
La puerta trasera se abrió de golpe
y dio paso a la luz y el aire frío de la
calle, que se colaron en la sala.
Di un respingo, pero fui la única. Todos los
miembros de la Cruz Negra, Nick
incluido, se pusieron inmediatamente
en guardia, empuñando sus armas,
para enfrentarse a los enemigos que
habían aparecido en la puerta. Los
vampiros.
Mis padres iban al frente.
B ianca! —gritaron al unísono mi padre y Nick.
Ambos
trataban de advertirme sobre el otro y me sentí como si estuviera
dividida en
dos. Los demás también empezaron a gritar; sus palabras se
solapaban y
el zumbido de mi cerebro mezclado con el pánico me impidió
distinguir
sus voces individualmente.
—¡Suéltala!
—¡Largo de
aquí!
—Atrás o
moriréis. No lo repito.
—Si le
haces daño...
—Miley. ¡Miley!
—gritó mi madre.
Me concentré
exclusivamente en ella.
Estaba en la
entrada,
tendiéndome
la mano. La luz de la mañana irisaba su cabello acaramelado
haciendo
que pareciera rodeada por un halo.
—Ven aquí,
vida mía. —Abrió tanto la mano que se le tensaron todos los
músculos y
tendones, tanto que tenía que dolerle—. Ven.
—Ella no va
a ninguna parte. —Kate dio un paso al frente y se interpuso
entre
nosotras, con las manos en jarras. Había dejado uno de sus dedos
sobre la
empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón—. Se acabó lo
de seguir
engañando a esta niña. De hecho, se acabó todo, punto.
—Tenéis
diez segundos —les advirtió mi padre con voz ronca.
—¿Diez segundos
para qué? ¿Para
que tomes la
casa por asalto
y
acabes con
todos nosotros? —Kate extendió los brazos en un gesto que
abarcaba
toda la sala, incluyendo la silueta desdibujada de la cruz en la
pared—.
Eres más débil en la casa de Dios. Lo sabes tan bien como yo, así
que
adelante, entra, pónnoslo fácil.
A mi
alrededor, todos los miembros de la Cruz Negra iban armados.
Eduardo
empuñaba un cuchillo enorme y Dana blandía un hacha como si
estuviera acostumbrada
a usarla. Incluso
el pequeño señor
Watanabe
sostenía
una estaca. ¿Cómo era posible que unas personas tan agradables
pudieran transformarse
en un instante
en los asesinos
de mis seres
queridos?
Vi el perfil de Balthazar en la puerta,
detrás de mis padres. Él
había aceptado
mi rechazo con
resignación, había seguido
siendo mi
amigo e
incluso había arriesgado su vida para protegerme. Se merecía
algo mejor
que aquello. Igual que Nick. A pesar de lo claro que lo veía,
parecía
invisible para los demás.
—No
entraremos nosotros. —Torció el gesto en una extraña sonrisa; la
nariz rota
cambiaba su aspecto—. Seréis vosotros los que saldréis.
—Cuidado.
Nick me
puso una mano en el brazo, aunque no se había dirigido a mí.
¿Qué habría
visto?
Acto seguido,
Balthazar se descolgó
un arco del
hombro con
movimientos
precisos y apuntó con él, dándole el tiempo justo a mi madre
para
encender la punta de la saeta con un mechero plateado antes de que
la flecha
incendiaria saliera disparada y cruzara la habitación, una centella
de luz y
calor, para alcanzar la pared, que se prendió de inmediato.
Fuego. Una
de las pocas cosas que podía acabar con nosotros, una de
las pocas
cosas que todos
temíamos. Sin embargo,
Balthazar siguió
disparando una
flecha tras otra
al interior de
la iglesia, sin
apuntar
directamente
ni a nadie ni a nada en concreto, con la única intención de
prenderle fuego
al lugar, mientras
los miembros de
la Cruz Negra
se
agachaban e
intentaban esquivarlas. Mi madre no se movió de su lado,
creando la
salva de fuego con su encendedor sin vacilar un solo instante.
Uno de los
proyectiles hizo añicos la lámpara de lo alto y envió esquirlas
de cristal
en todas direcciones;
la punta ardiendo
se hundió
profundamente
en el techo. A nuestro alrededor, la
vieja y seca madera
del centro
cívico prendió de inmediato y el fuego empezó a extenderse. El
humo, denso
y oscuro, había comenzado a oscurecerlo todo.
—¡Corred! —gritó
Kate, volviéndose hacia
las amplias puertas
delanteras,
que el señor Watanabe ya estaba abriendo.
Sin
embargo, alguien más los esperaba cuando acabaron de abrirlas: la
señora Bethany,
el profesor Iwerebon,
el señor Yee
y unos cuantos
profesores
más formaban una hilera sombría e imponente. Ninguno de
ellos iba
armado, aunque tampoco necesitaban de sus armas para que la
amenaza
fuera evidente.
—¡Esperad!
—Dana se desprendió del hacha y cogió lo que parecía ser
una enorme
pistola de agua—. ¡Vamos a darles una buena ducha a esos
cabrones!
—¿Agua
bendita? —oí decir a la señora Bethany por encima del rugido
de las
llamas. No pude verla con claridad, sobre todo porque me escocían
los ojos
con tanto humo, pero imaginé sin esfuerzo el gesto irónico que
debía de
lucir su rostro—. No vale la pena. Podríais hundirnos en las pilas
de todas
las iglesias de la cristiandad y aun así no funcionaría.
—Apenas quedan
curas que puedan
bendecir el agua
—convino
Eduardo.
Por el tono de su voz parecía estar divirtiéndose y eso era algo
bastante
perturbador—. La mayoría de los predicadores de la fe que sea
no son
verdaderos siervos de Dios, pero los hay... Como estáis a punto de
comprobar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario