El despertador sonó a una hora indecente, sobre todo
teniendo en cuenta que Miley no había pegado ojo en toda la noche. Ese día
empezaba a trabajar en The Whiteboard y no tenía ni idea de lo que iba a hacer; además, estaba convencida
de que ya no sabía nada de inglés, y que lo del diseño gráfico era algo que
había aprendido hacía años y de lo que no se acordaba mucho. «Miley, serénate.
Tienes veintiséis años y estás preparada para hacerlo bien. Eso, siempre y
cuando no te vuelvas loca: deja ya de hablar sola de una vez.» Finalizado el
auto sermón, se desperezó y fue a ducharse.
Bajo el agua, Miley invirtió todo su tiempo en
resolver una cuestión completamente absurda pero de vital importancia, dado su
estado de ánimo: cómo vestirse el primer día de trabajo. ¿Vaqueros estilo
estudiante de Bellas Artes? ¿Traje estilo diseñadora italiana? ¿De negro y con
un par de collares estilo intelectual barcelonesa? ¿Falda? En fin, la única
opción que tenía era llamar a Helena. Ella era genial con lo de las primeras
impresiones; siempre sabía qué ponerse. Seguro que era un gen que a ella no le
pusieron. Logrado su primer objetivo, ducharse, Miley se puso el albornoz, se
peinó y salió del baño para llamar a su hermana.
—¿Helena?
—¡Miley! ¿Sabes qué hora es? ¿Qué te pasa? ¿Estás
bien?
—Claro que estoy bien, y para ti son las 7.30. ¿Te
pasa algo a ti?
—No, nada, que es de lo más normal que me llames a
estas horas de la mañana al móvil —respondió sarcástica Helena a la vez que
bostezaba.
—Perdona, no me acordaba de lo bien que se vive
siendo universitaria.
—Bueno, en fin, ¿qué quieres? No, no me lo digas,
¡te has acostado con ese bombón!
—No. Te juro que no me he acostado con nadie. —Miley
se estaba sonrojando con la conversación. Cómo se le había ocurrido llamar a la
cabra de su hermana pequeña.
—Está bien, si no me llamas para contarme eso, ¿qué
te pasa?
—¿Qué me pongo para ir hoy al trabajo? No, no te
rías, ya sabes que eres infinitamente mejor que yo para combinar la ropa. Por
favor, ayúdame, es mi primer día.
—Vamos a ver, tengamos en cuenta todos los factores:
es tu primer día, vas a trabajar con fotógrafos y periodistas y, lo más
importante, ese tío bueno va a estar contigo... Eh. Ya sé, ponte el pantalón
negro de cintura baja con la camisa blanca de hilos plateados, el pañuelo que
le robaste a mamá y las botas negras. Así estarás interesante y atractiva, y
píntate un poco los ojos. ¿Vale?
—Vale. Eres la mejor. Muchas gracias, te llamaré
cuando vuelva. Besos.
—De nada, pero a no ser que te acuestes con como se
llame, la próxima vez llámame a una hora normal. Me vuelvo a la cama. Adiós y,
como dice papá, a por ellos, que son pocos y cobardes. Besos.
Resuelto el problema de la ropa, Miley colgó el
teléfono y se dispuso a seguir al pie de la letra las instrucciones de Helena.
Cuando estuvo vestida, se secó el pelo y se maquilló un poquito los ojos. Al
mirarse al espejo, decidió que no estaba nada mal, se veía atractiva y, si sus
nervios no la traicionaban, podía incluso causar buena impresión. Ya eran las
7.30. Nick le había dicho que tenían que salir a las 8.00, así que aún le
quedaba un ratito para desayunar algo. Se dirigió a la cocina.
—Buenos días. —Nick le sonrió a la vez que le servía
una taza de té.
—Buenos días. Gracias. —Miley aceptó la taza y se
sentó. Estaba nerviosa y no quería echarse el té por encima; eso sí que sería
un problema.
—¿Estás nerviosa? —Nick se sentó delante de ella—.
No lo estés. Todo irá bien, ya lo verás. —Quería tranquilizarla y le acariciaba
los nudillos con el pulgar.
—¿Yo? No, bueno, sí, sí estoy nerviosa. No sé qué
voy a hacer, seguro que, sea lo sea, no sabré hacerlo. La pifiaré y tendré que
volver a Barcelona, tú te enfadarás y Guillermo me matará. Así que sí estoy
nerviosa y... ¿se puede saber por qué sonríes?
—Por nada. Cuando te pones nerviosa, empiezas a
hablar sin sentido y me recuerda a cuando eras pequeña.
—¡Vaya! Esto sí que es tranquilizador, ahora resulta
que parezco una niña pequeña. —Miley notaba que estaba cada vez más nerviosa y
el hecho de que él la mirara con aquellos ojos tan dulces y que le acariciara la
mano, no la estaba ayudando en absoluto.
—Eh, yo no he dicho eso. Vamos, no te preocupes,
todo saldrá bien. Tenemos que irnos ya. Por el camino te cuento lo que vas a
hacer y ya verás cómo dentro de una semana lo tienes todo controlado. —Nick se
levantó, dejó las tazas en el fregadero y recogió unos papeles que estaban en
la mesa del comedor.
—Miley, ¿vamos? —le preguntó a la vez que abría la
puerta de la calle.
—Sí, sólo espero que no te arrepientas.
Miley cogió su bolso y, cuando iba a salir, Nick le
puso ambas manos encima de los hombros y la miró:
—¿Sí? —preguntó ella ante su silencio.
—Nada, sólo quería decirte que estás guapísima.
Dicho esto, salieron del piso y Nick cerró la
puerta.
En la calle se notaba que era lunes y que la gente
tenía que ir a trabajar; todo el mundo parecía llegar tarde. Miley y Nick se
dirigieron al metro. The Whiteboard estaba sólo a dos paradas y, mientras esperaban, Nick le contó los
distintos caminos que podía utilizar para ir al trabajo y las ventajas e inconvenientes
de cada alternativa. Cuando salieron del vagón, a Miley empezaron a temblarle
las piernas y se sentó en un banco de la estación.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? —le preguntó Nick
preocupado.
—No, bueno —respondió ella sin mirarlo a la cara—.
Estoy nerviosa y, cuando estoy nerviosa, además de hablar sin sentido, me
tiemblan las piernas. Es sólo un momento.
Nick se sentó a su lado y le puso una mano sobre la
rodilla.
—No te preocupes. —Tras un silencio añadió—: Creo
que nunca me había sentado en un banco del metro. ¿Sabes?, Miley, desde que has
llegado, y sólo hace tres días, me siento distinto. El problema es que aún no
he decidido si me gusta o me molesta.
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