Barcelona, aeropuerto de El Prat.
Unos seis meses antes.
Miley estaba muy nerviosa. Aún no sabía cómo se
había dejado convencer; apenas hacía una semana que le habían quitado la
escayola de la pierna, tenía el inglés muy olvidado, y eso de instalarse en
casa de Nick era una locura. ¡Hacía años que no lo veía! Era el mejor amigo de
su hermano mayor y, por desgracia, el primer chico del que ella se había
enamorado. Bueno, eso quizá era exagerar un poco. Cuando Miley era pequeña y Nick
era el complicado amigo de Guillermo, se había quedado atontada con él. Sí, ésa
era la palabra, atontada. Por suerte él nunca se dio cuenta, así que ahora
podía ahorrarse la vergüenza.
—Miley, ¿estás segura de que lo llevas todo?
—preguntó su madre por enésima vez.
—Sí, estoy segura. Y si me olvido algo ya me lo
mandarás, Londres está aquí al lado —respondió ella sin saber muy bien qué era
lo que le estaba preguntando.
—Estoy seguro de que esta experiencia te irá bien
—comentó su padre mientras cargaba las maletas en la cinta para facturarlas—.
Ya era hora de que dieras un cambio a tu vida.
—Ya —replicó Miley ausente.
Unos meses atrás, pocos días después de Reyes, Miley
se cayó por la escalera y se rompió la pierna por varios sitios. La historia no
tenía demasiado glamur; estaba sola en su piso de Barcelona, un piso pequeño
por el que pagaba un alquiler altísimo, cuando decidió ir a por las cajas de la
mudanza que aún tenía por desembalar. Hacía casi un año que vivía allí y
todavía no estaba del todo instalada. Las cajas que le faltaban por ordenar
estaban en un trastero, en el desván; un trastero que el portero del edificio
le había cedido, muy amablemente, por un tiempo limitado. Bajaba cargada con
las mantas y los abrigos y, como era habitual en alguien tan torpe como ella,
tropezó por la escalera. Cuando se vio allí, en el suelo, con las mantas a su
alrededor y sin su teléfono móvil encima, se echó a llorar. No sólo porque la
pierna le dolía mucho, muchísimo, sino porque estaba sola, cansada y hacía
tiempo que nada le salía bien.
Por
suerte, antes de que perdiera por completo los nervios, apareció su vecina, la
señora Güell, con Boby,
su perro. Le dijo que, al oír todo ese ruido, había decidido salir al pasillo
para ver qué pasaba y claro, no iba a dejar a Boby solo dentro de su piso, porque cuando se quedaba solo se estresaba y
luego no había modo de que dejara de ladrar durante horas. La señora Güell era
la típica vecina cotilla con incontinencia verbal, pero cuando vio los ojos de Miley
llenos de lágrimas, se calló y se puso manos a la obra; en pocos minutos llegó
una ambulancia.
En el hospital la historia empeoró. Le hicieron un
montón de radiografías, y un médico de urgencias, no demasiado amable y nada
parecido a George Clooney, le comunicó que se había roto dos dedos de un pie y
un tobillo. No es que fuera muy grave, y como le habían dado suficientes
analgésicos como para atontar a un caballo, a Miley no le interesó en absoluto
esa lección de medicina. Lo único que quería saber era en qué se traducía todo
eso y la respuesta no le gustó: tenían que enyesarla desde la punta del pie
hasta la rodilla y, como mínimo, iba a tardar unos dos meses en recuperarse del
todo. Fantástico, seguro que a su jefe le iba a encantar.
Cuando ya estuvo enyesada, la instalaron en una
camilla en la sala de urgencias, en uno de esos cubículos que están rodeados de
cortinas por todos lados, y le preguntaron si quería llamar a alguien. Tuvo que
hacer cinco intentos antes de que uno de sus hermanos contestara. Tener familia
numerosa para eso. Seguro que todos, incluidos sus padres, estaban en las
rebajas. En fin, apoyó la cabeza en la almohada y se resignó a esperar a que
Guillermo, el afortunado que había contestado a su llamada, fuera a buscarla.
Tal vez pudiese dormir un rato, pero ni siquiera en eso tuvo suerte. A los
pocos minutos, entró una enfermera. Si al médico no podía confundírsele con
George Clonney, esa enfermera, en cambio, sí que parecía sacada de Alguien
voló sobre el nido del cuco.
—Abra la boca..., señorita.... Martí. —Fueron las
primeras palabras que le dijo mientras miraba su nombre en la carpeta y le
entregaba un vaso minúsculo con una pastilla intragable dentro y una botella de
agua.
—Miley, haz lo que te dice la enfermera.
—¡Guille!
La sargento de hierro aprovechó ese descuido, le
lanzó la pastilla dentro de la garganta y le dio la botella de agua.
—Beba despacio. Muy bien, señorita Martí. —La
enfermera salió del box de urgencias y la dejó a solas con su hermano. A ver si
por fin lograba escapar de allí.
—¡Eres un traidor! Llevo más de dos meses sin ver a
mi hermano mayor y, si no fuera por la pierna, ahora mismo me levantaría de
esta camilla y te haría tragar la muleta. ¡No te rías! Aún no te he perdonado
que no vinieras a casa en Navidad. ¡Incluso las familias que no se soportan se
ven en esas fechas! ¡Te he dicho que no te rías!
—Lo siento, peque, pero si pudieras verte creo que
también tú te reirías. ¿Necesitas algo más, aparte de huir de aquí?
Guille se agachó, le dio un beso en la frente y se
dirigió a administración para llevar a cabo los trámites de su liberación.
Tras salir del hospital, Guillermo la llevó a casa
de sus padres, en Arenys, un pueblo cercano a Barcelona con unas preciosas
vistas al mar y las mejores cerezas del país, o eso decía siempre su padre.
Durante el trayecto, Miley lloró y se durmió, pero antes, Guillermo tuvo que
confesarle lo que había hecho durante esos dos meses en que no se habían visto,
y justificar por enésima vez no haber ido de sus padres en Navidad. Guillermo
trabajaba en una multinacional y, aunque él se negara a reconocerlo, era un
adicto al trabajo y a los aviones. Cuando llegaron a la casa, toda su familia
estaba allí.
La familia Martí era difícil de definir; si no se
formaba parte de ella, no se lograba entenderla, y si sí, tampoco. Eran
agotadores; siempre se peleaban y se abrazaban y se telefoneaban por cualquier
tontería. Los padres, Elizabeth y Eduardo, las dos Es, como los llamaban sus
incorregibles hijos, llevaban juntos toda la vida, y aún parecían ser novios.
Eduardo Martí estaba totalmente convencido de que podía controlar el destino y
que, por lo tanto, a sus hijos nunca les ocurriría nada malo; y que, además, y
ésa era la parte más complicada, ellos siempre harían lo que él quisiera.
Elizabeth, la matriarca, una mezcla curiosa entre una mamma italiana y una intelectual francesa, había educado a seis fieras,
siete si contaba a su marido, con la más estricta suavidad. Era dulce e
implacable, e imposible de engañar; todos lo habían intentado sin éxito.
Sus seis hijos también eran únicos, en más de un
sentido. Guillermo era el primogénito, tenía treinta años y era duro, serio y
estricto, el mayor a todos los efectos. Álex y Marc eran mellizos, lo que
implicaba que nadie sabía nombrarlos por separado. A sus veintiocho años aún
discutían sobre quién era el segundo y quién era el tercero en la cadena de
mando. Miley, Agui, tenía veintiséis años y, hasta el momento, una vida un poco
desastrosa. Helena y Martina eran «las niñas», y con sus respectivos
veinticuatro y veintidós años, tenían una vida social muy ocupada.
La mañana siguiente a «la catástrofe», que era como Miley
llamaba a su caída por la escalera, todas sus pesadillas se hicieron realidad:
perdió su empleo, pues su jefe no podía permitirse tener de baja a una
diseñadora gráfica que ni siquiera estaba oficialmente contratada; Andrea, su
mejor amiga, había ligado por enésima vez, mientras que a ella sólo la llamaba
su vecina; y su hermano mayor, Guillermo, se había pasado al bando enemigo, o
lo que es lo mismo, se había aliado con sus padres para convencerla de que
tenía que reorientar su vida.
Los primeros días, Miley se negó a escucharlos, pero
luego vio que tenían algo de razón; una chica de veintiséis años, una edad
fantástica, tenía que saber cuál era su objetivo en la vida, o al menos tener
una vaga idea. No bastaba con que hubiera alquilado un piso en el Eixample y
que tuviera un trabajo más o menos estable (más menos que más). Tenía que tener
un plan, una meta. Tal vez estuvieran en lo cierto, tal vez había llegado el
momento de dar un volantazo a su vida.
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