martes, 20 de diciembre de 2011

at dusk niley- capitulo 7




Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi
habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme;
nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al
entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había
tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio
de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin
remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al
menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me
quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una
coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y
decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara
cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se
estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no
tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi
dormitorio... por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento
en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por
lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde
el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se
dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con
parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a
moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar
todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto
de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas
superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las
aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a
Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo
o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos
serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de
mí torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y
estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus
alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar
lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese
camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la
desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta

preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la
escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano,
todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba
abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del
bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque
varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo
se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una
señal de neón que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera
entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros
hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi
corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino
por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya
lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos
los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les
servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas,
chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a
cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían
como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad,
superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la
periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las
chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de
atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio
que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría
ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a
encajar allí?
Me pregunté dónde estaría nick. Alargué el cuello, buscándolo entre la
multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si nick estaba a mi
lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un
chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. nick  tenía que estar
por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía
completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a
fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al
menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa
llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con
ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal
fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del
jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que
se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica
de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de
pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de
habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido.
El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si

la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía.
Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante
incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había
ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada
por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como
pudiera estarse.
—¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos
volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora
Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido
en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó
imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba
con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es
sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había
conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del
profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me
obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al
ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena
de gente —la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo
antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir—,
comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se
trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de
directora, sino al poder real, al innato.
—Bienvenidos a Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de
acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han
estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia
Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado
si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también
contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la
política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros
alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y,
de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado
de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender
de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el
respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras
rojas: ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de
admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la
chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba
«verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente
representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».



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