sábado, 11 de febrero de 2012

at dusk niley- capitulo 10


—Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De
todos modos, gracias por preguntar.
Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa
al fruncirlos en una sonrisita.
—¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el
biberón?
—¡Courtney! —la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que
también le había hecho gracia.
—Tienes que ver la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar
a Patrice hacia la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso
podrían haberle dado unas mazmorras.
Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre
Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas
resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi
dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo
al apartamento y refugio de mis padres.

Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni
siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi
madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:
—Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo?
Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi
habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un
lugar seguro.
Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario.
Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre.
Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el
pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de
mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías
de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para
meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de
astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias
cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales
que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas
estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo,
también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres
pretendían asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una
pequeña lámina enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la
había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba.
Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo
sorpresa el primer día de escuela.
Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego
no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de
que nunca me había detenido a mirarla de veras.
El beso era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había
gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de
arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las
líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en
las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la
lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada
atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba
hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia
la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un
desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios
resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello
de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al
hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma
que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los
rodeaba.
El cabello del hombre era más oscuro que el de nick, pero de todos
modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas
encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.

Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado
dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y
respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de
Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que
mi padre estaba de buen humor.
Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia
Medianoche.
Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí
al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres
bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una
mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se
sujetaba el borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi
madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
—Ya estás aquí, corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó
—. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?
—Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
—Menudo festín que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto
con la cabeza en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.
Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se
trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo
que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así
que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis
padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte
de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la
boca tan llena.
—La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar
los laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el
momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser
que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
—Por eso enseño historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia,
solo se alarga.
—¿Os tendré de profesores? —pregunté, con la boca llena.
—Con la boca llena no se habla —me reprendió mi padre de manera
automática—. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
—Ah, vale.
No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco
desconcertada.
—Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra
—se explicó mi madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en
común con el resto de los alumnos, tanto mejor.


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