Capítulo 6
Tuve dificultad para calmarme luego de que Nick se fuera, y no
sólo porque estuviera segura de que no estaba totalmente
preparada para el examen física. Me picaba la piel, pero no como
para tener que rascarme; picaba cada vez que me paraba, cuando
iba a la cama e intentaba leer, cuando apagaba la luz e intentaba
dormir. Estaba pensando sobre mi padre, alguien a quién nunca
conocí.
O de todos modos, no tengo recuerdos de conocerlo, lo que viene a
ser
lo mismo.
Eso es lo que sé, y es extraño pensar en ello, porque nunca he
sentido
la necesidad de saberlo antes. Murió poco después de que cumpliera
dos años, y era lo suficientemente joven como para no poder hablar
todavía, y leí en alguna parte que no se pueden construir
recuerdos
antes de tener el lenguaje para expresarlos. No recuerdo vivir con
él,
pero sé que antes de que mi padre muriera, vivíamos en una casa a
pocas manzanas al este y al sur de aquí.
Pero no puedo recordar la casa, o la forma en que teníamos los
muebles, o el olor de la alfombra en la que di mis primeros pasos.
Y no
sé cómo murió mi padre. Siempre ha sido una especie de nebulosa
para
mí. Cuando era muy joven, tenía esta idea de un hombre cayendo por
la
escalera, pero sé que eso es algo que me inventé, la idea que un
niño
tiene de cómo una persona muere, tal vez algo sacado de una
película
que vi.
Después de morir mi padre, fuimos a vivir con mi abuela, la madre
de
mi madre, que vive en la ciudad, en Upper West Side.
Su apartamento
no estaba definitivamente decorado pensando en niños. Todo era
blanco
y estaba impecablemente limpio. El apartamento sería impecable,
sino
fuera por la incapacidad completa de mi abuela para deshacerse de
las
cosas. Creo que lo recibí de ella, la necesidad de guardarlo todo,
junto
con una compulsión de ordenar las cosas sin importar lo
desordenado
que estuviera. Me gusta eso, saber que tengo algo de ella. Debe
haber
cosas que tengo de mi padre, cosas que nunca seré capaz de
identificar.
Nos mudamos a este apartamento el verano en que cumplí ocho años,
y
comencé una nueva escuela. Mi escuela, la escuela de Nick, a la
que
todavía voy. Tiene a chicos desde el jardín de infancia hasta
duodécimo
grado, y si te quedas allí los trece años completos, obtienes una
imagen
especial en el anuario con la palabra «sobreviviente». Aún
recuerdo el
primer día del tercer grado: Vi a Emily Winters con su madre y su
padre; la madre y el padre de Alexis Bryant, y su hermana mayor le
llevaba de la mano, incluso los Cole llegaron, la madre de Nick
sostenía a Kate de la mano, ella todavía era demasiado joven para
ir a la
escuela. Mi madre me cogía de la mano con fuerza, pero creo que ni
siquiera la miré. Yo estaba mirando a los demás.
Era la primera vez que sentía que me faltaba algo que los otros
chicos
tenían. Por primera vez, pude ver que éramos diferentes, que había
algo
extraño en mí, algo extraño en mí por no tener un padre. Y por primera
vez me pregunto si esa sensación de picor en la piel no fue la
misma
que sentía en ese momento. Ni siquiera me había dado cuenta de que
la
mayoría de los niños nunca habían vivido con sus abuelos. Mi madre y
yo solíamos acurrucarnos en la cama, en la casa de la abuela y ver
la
televisión y comer helado hasta quedarnos dormidas. Siempre me
despertaba en mi cuarto, supongo que me llevaba allí una vez que
me
quedaba dormida. Mi abuela lo rechazaba, pensaba que mi madre me
estaba malcriando, que me estaba haciendo demasiado mayor para
abrazar ese estilo. Nunca la oí decir nada al respecto, sólo
podría decirlo
por la expresión de su cara cuando ella pasaba por delante de la
puerta
de mi madre y nos veía juntas. Ahora supongo que se quedaba en
silencio porque sentía lástima por nosotras: su hija, la viuda, y
su nieta,
la medio huérfana.
No me gustó este apartamento cuando lo vi por primera vez. En el
apartamento de mi abuela, las habitaciones de mi madre y la mía
estaban una al lado de la otra. Compartíamos pared, por lo que
desde
mi habitación, incluso con la puerta cerrada, podía oír a mamá
moverse; oír su voz al teléfono, la radio en segundo plano cuando
llegaba. Este apartamento era completamente diferente, con dos
dormitorios en los extremos opuestos, cada uno con su propio baño.
La
cocina y el salón estaban en medio, con un hueco para un comedor
entre los dos. Se trata de un apartamento diseñado para que dos
personas estén separadas. No me gustaba. Pero mi madre estaba muy
emocionada el día que nos mudamos, y sabía que no debía decir
nada.
Mi abuela había ayudado a elegir el apartamento. Tal vez pensó que
el
diseño parecía bueno para una mujer soltera y su hija: Ambas
teniendo
la misma intimidad. La mujer de la limpieza de mi abuela estuvo allí
para ayudar a desempacar, todavía viene un día a la semana y
utiliza
los mismos productos de limpieza que utiliza en la casa de mi
abuela,
por lo que nuestros apartamentos huelen igual. El día que nos
mudamos por primera vez, estaba preocupada porque mi madre y yo
nos sentíamos diferentes con respecto al cambio: yo triste y ella
emocionada.
―Vas a estar tan cerca de tu nueva escuela ―dijo, apretando mis
hombros.
La tarde después de mi primer día en tercer grado, mi madre vino a
recogerme. Me calmé, sobre todo después de haber olvidado lo que
había visto esa mañana. Todo el mundo fue recogido por sus madres,
o,
si sus madres trabajaban, por una niñera. Pero después de que
llegamos a casa, después de ver la televisión y haber hojeado el
capítulo
del libro que el maestro prometió que leeríamos pronto, empecé a
tener
la misma sensación que había tenido en la mañana. Había algo en mí
que era diferente, algo que no entendía muy bien, algo que me
ponía
nerviosa. Las páginas del libro parecían juntarse y las palabras
se veían
muy grandes, y parecía imposible que hubiera sabido antes lo que
las
letras querían decir cuando se encadenaban juntas. Y yo era una
buena
lectora, ese verano, más que ninguno, estaría leyendo los
difíciles. No
quería hacer frente a la mañana siguiente en la escuela, porque si
a la
mañana siguiente, todos los padres estaban allí de nuevo, tendría
que
ser diferente otra vez.
Tenía que decirle a mi madre por qué no regresaría. Así que bajé
de la
cama y caminé hasta el dormitorio de mi madre. Todavía no estaba
acostumbrada a lo larga que era la caminata, sólo llevábamos aquí
un
par de semanas. La puerta de mi madre estaba cerrada, pero la abrí
sin
llamar, nunca me había intimidado ir a la habitación de mamá en
casa
de la abuela. Las luces estaban apagadas y mamá estaba acostada en
su lado, y apartada de mí. Pero estaba por encima de las sábanas y
completamente vestida, así que supuse que estaba despierta.
―¿Mami?
Se dio la vuelta y encendió la luz junto a la cama. Tenía los ojos
muy
rojos, y su cabello estaba erizado.
―¿Qué sucede, cariño?
Me subí a la cama y me acurruqué a su lado. Todavía usa el mismo
perfume. A veces, cuando lo huelo, me lleva de vuelta a su cama, a
las
fundas de la almohada que olían a ella.
―No quiero volver a la escuela mañana.
Su rostro se puso alerta, y me sentí aliviada. Me preocupaba que
me
dijera que tenía que ir, pero en su lugar se veía realmente
preocupada,
como si ese fuera un problema grave.
―¿Alguien te dijo algo? ¿El maestro te dijo algo?
―No.
¿Por qué mi nuevo y lindo maestro tendría que haber dicho algo?
Podía
sentir su cuerpo relajándose junto al mío, podía sentir sus brazos
alrededor, volviéndose menos rígidos, los dedos aflojando su
control
sobre mí. Se apartó el pelo de la cara.
―Entonces, ¿qué te pasa, cariño? ―Y ahora no sonaba como si
creyera
que mi problema fuera tan grave. Traté de explicarle.
―Soy diferente a los otros niños.
―Todo el mundo es diferente, mi amor ―dijo, e incluso a esa edad,
yo
sabía que estaba siendo condescendiente conmigo. Tenía que hacerle
entender que no podía regresar.
―¿Por qué no tenemos un papá como todos los demás? ―Yo sabía, para
entonces, que mi padre estaba muerto y lo que significaba estar
muerto,
pero eso no explicaba por qué no tenía un padre.
Los brazos de mi madre se pusieron tensos de nuevo. Su cara se
puso
blanca, y sus manos me abrazaron tan fuerte que dolía, más tarde
pude
ver marcas rojas donde habían estado sus uñas. No creo que
quisiera
hacerme daño, no creo que ella tuviera el control de sus músculos
en
ese momento.
Estaba aterrorizada. Mi pregunta había perturbado a mi madre como
nada lo había hecho. Peor que cuando se me cayó el jugo de
arándanos
en el sofá, peor que cuando yo tenía nudos en el cabello que tenía
que
desenredar. No dijo nada, y lo único que quería era deshacer lo
que
había hecho.
Por lo tanto, en mi infinita sabiduría de ocho años, dije:
―No importa, mami. Sé que no importa. Volveré mañana. Lo prometo.
Y eso pareció funcionar. Su cuerpo se relajó, pero no
completamente.
Podía sentir la tensión aún en sus músculos, como si estuviera
nerviosa, ansiosa de que le preguntara de nuevo, aunque no pasaría
por
un largo tiempo. Salí de la habitación y volví a mi libro. Esa
noche, me
quedé dormida en mi cama.
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