Hacía ya cinco semanas que había llegado a Londres; cinco semanas desde que
trabajaba en The Whiteboard, cinco
semanas viviendo con Nick; cinco semanas increíbles. Al principio, había creído
que se le pasaría, que ella y Nick sólo serían amigos. Nada más lejos de la
realidad.
Durante esas cinco semanas, habían compartido muchas
cosas. Cada noche, después de cenar, se quedaban hablando, recordando sus
aventuras de cuando eran pequeños, o contándose cosas que ninguno de los dos
había contado nunca antes a nadie. Luego, cada mañana, iban a trabajar juntos,
y a la hora de salir, si Nick tenía que quedarse hasta más tarde, la llamaba
para que se fuera con Jack o con otro de sus compañeros. Nunca dejaba que se
marchase sola. Los fines de semana eran aún «peor». Nick la había llevado al
teatro, a cenar con sus amigos, al cine. Le abría las puertas de los taxis, le
decía lo guapa que estaba y, de vez en cuando, le daba la mano o le acariciaba
la mejilla. Pero nada más. Si seguía así, Miley iba a volverse completamente
loca.
Trabajar en el mismo sitio y compartir piso ya era
de por sí difícil de sobrellevar, pero si a eso le sumaba lo encantador que
estaba cuando salían por ahí juntos, la cosa rozaba ya la tortura.
Miley recordaba como especialmente «dolorosa» la
noche del pasado sábado, cuando Nick la sorprendió con dos entradas para la
ópera. La Royal Opera House estaba muy cerca de su piso, y era un edificio
precioso que justo acababan de restaurar. Conseguir entradas para cualquiera de
los espectáculos que allí se ofrecían no sólo era muy difícil, sino también
carísimo. Cuando le preguntó cómo las había obtenido, Nick se limitó a
responder que eso no era asunto suyo y que lo único que ella tenía que hacer
era disfrutar del concierto. Miley no se acordaba de cómo se había vestido ella
esa noche, pero nunca olvidaría lo atractivo que estaba él, con su traje oscuro
y sus gafas. Nick era miope y siempre llevaba lentillas, pero esa noche estaba
demasiado cansado como para ponérselas, por lo que optó por llevar las gafas;
la alternativa habría sido no ver nada. Durante el concierto, él le susurraba
al oído sus comentarios. De todos es sabido lo educados que son los ingleses, y
hasta qué extremos son capaces de llegar para no molestar a los demás, pero
saber eso no evitaba que a Miley se le pusiera la piel de gallina cada vez que
él se le acercaba.
Lo peor de todo fue cuando, al finalizar la ópera,
fueron a tomar una copa con sus amigos. Jack, Amanda, su hermana Rachel,
Anthony y Monica estaban en un local a unas cuantas manzanas, y de camino hacia
allí, Nick la rodeó con el brazo; según él, para evitar que se cayera con los
tacones que llevaba, pero Miley no acabó de tragarse esa excusa. Casi cada día
llevaba zapatos de tacón, y él no se preocupaba tanto. Tan pronto como cruzaron
la puerta del local, Nick la soltó, respiró hondo (cosa que hacía cada vez más
a menudo) y fue a charlar con Jack. Miley se acercó a Amanda para hacer lo
mismo, pero Anthony la interceptó, se sentó a su lado y, con sus bromas y
piropos, logró que se sonrojara. Era incorregible; incluso la convenció para
que bailara con él un par de canciones. Lástima que al final de la segunda Nick
decidió que había llegado el momento de regresar a casa y, sin ningún tacto,
tiró de ella hacia la salida.
Todas las noches, antes de dormirse, Miley intentaba
pasar revista al día para ver si lograba averiguar lo que de verdad pretendía Nick:
había veces en que llegaba a la conclusión de que él sólo quería que fueran
amigos, ¿por qué si no le habría estado hablando de la guapa periodista que
había conocido unos meses atrás en París? Pero había otras noches en las que
estaba convencida de que él también quería algo más, ¿a qué venían si no esas
caricias y esas miradas? ¿O ese instinto de protección que al parecer tenía
hacia ella?
—¿Te apetece ir a cenar hoy con mis amigos?
—preguntó Nick, sacándola así de su ensimismamiento.
Era viernes y seguro que los amigos de Nick habían
reservado en algún sitio genial.
—Claro. —«A lo mejor esta noche lograré saber qué
sientes por mí», pensó Miley—. Si a ti te apetece, por mí ningún problema.
—Perfecto —respondió Nick, y se sacó el móvil del
bolsillo para llamar a Jack y confirmarle su asistencia. Era curioso, sus
amigos ya daban por sentado que él y Miley iban juntos a todos lados.
La cena era en un restaurante de Covent Garden, muy
cerca de su casa; un sitio precioso, de esos donde los camareros van todos
vestidos de negro. Esa noche, Jack y los demás parecían empeñados en vaciar la
bodega del restaurante, y en que Miley les contara los trapos sucios de la
infancia de Nick.
—Vamos, Miley, cuéntanos algo muy vergonzoso
—suplicó Anthony por enésima vez mientras volvía a llenarle la copa.
—Miley —la interrumpió Nick—, antes de hacerlo
piensa en todas las cosas que yo sé de ti y que empezaré a contar. Sí, creo que
comenzaré por aquel fin de año en que...
Miley le tapó la boca con las manos. El vino se le
estaba subiendo a la cabeza.
—No te atreverás.
Nick se calló de golpe al notar las manos de Miley
sobre sus labios. Ver cómo ella le sonreía era más de lo que podía aguantar;
abrió un poco la boca, y cuando su lengua rozó los dedos de su carcelera, Miley
lo soltó de inmediato. A él también le estaba afectando la bebida, porque de
haber tenido sus facultades intactas, nunca le habría lamido los dedos.
—Está bien, no lo contaré. Pero a cambio de mi
silencio, debes prometerme que no te dejarás convencer por estos canallas y que
no te creerás nada de lo que te expliquen. —Guiñó un ojo a sus amigos y,
afortunadamente, la conversación se dirigió hacia otros temas.
—Bueno, Miley, ya que no vas a contarnos ningún
trapo sucio de Nick, ¿por qué no nos explicas algo más sobre ti? —propuso
Anthony mirándola a los ojos—. Aún no me creo eso de que no tienes novio. ¿Es
que todos los hombres de Barcelona están ciegos?
Miley se sonrojó, bebió un poquito más de vino y
respondió:
—No son sólo los de Barcelona. Tampoco puede decirse
que aquí hagan cola ante mi puerta.
—Eso es porque no miras en la dirección adecuada
—replicó Anthony al instante.
—Ya, seguro que eso se lo dices a todas —dijo ella
sonriéndole.
—¡Pues claro! —soltó Anthony, riéndose de sí mismo.
—Todos deberíamos seguir tu ejemplo, Anthony
—intervino Jack cuando también dejó de reírse—. Menos en aquel caso en que tuve
que pedirle a aquella mujer policía que no te arrestara.
—¿Qué? ¿Casi lo arrestan? —Miley miró entusiasmada a
Jack—. Cuéntamelo.
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