sábado, 11 de agosto de 2012
at dusk niley- capitulo 46
Con marzo llegaron las lluvias, aguaceros torrenciales que
enturbiaban los cristales y convertían la tierra en lodo. Por primera
vez no podíamos evadirnos en los prados; sin embargo, también
por primera vez no nos hacía falta. Nick y yo estábamos empapándonos
de Medianoche. Empezábamos a formar parte de ella.
—Mira esto. —Una tarde, sentados en un apartado rincón de la
biblioteca, Nick me acercó uno de los pesados volúmenes de la señora
Bethany, encuadernados en piel negra. Solo se oía la lluvia golpeando
contra los cristales. El paso del tiempo había amarilleado las páginas del
libro y la tinta se había difuminado, por lo que tuve que entrecerrar los
ojos para adivinar las palabras. Fui leyendo mientras Nick me lo
explicaba—. Hablan todo el rato de «la Tribu». Un grupo ancestral de
vampiros. ¿Hay alguien aquí de la Tribu?
—Nunca había oído hablar de esa Tribu. —Jamás habría imaginado lo
compleja que era la tradición vampírica. Mis padres ni siquiera habían
mencionado nada de aquello—. Aunque, ¿a qué te refieres cuando dices
«ancestral»? Mi padre tiene cerca de mil años. Dudo que se pueda ser más
ancestral.
—No si todo el mundo es inmortal. Debe de haber vampiros dos, tres,
diez veces mayores que él. Antiguos romanos, antiguos egipcios, los que
vinieran antes que ellos... ¿Dónde están? Aquí no creo.
Tenía razón. Probablemente Ranulf, que había muerto en el siglo VII, era
el vampiro de mayor edad de Medianoche. Los vampiros también morían;
es decir, que morían de verdad. Podía matarlos la abstinencia de sangre
durante muchos meses o, incluso, una abstinencia más corta pero
combinada con exponerse a la luz del sol. Mis padres me lo habían dejado
muy claro cuando era niña y no quería acabarme el vaso de sangre de
cabra. La peor pesadilla de todos era el fuego, que acababa con los
vampiros incluso con mayor rapidez que con los humanos. Sin embargo, a
pesar de esos peligros, muchos vampiros debían de haber sobrevivido
incluso más tiempo que Ranulf.
—Mis padres dicen que hay gente que pierde el norte —murmuré—. Que
pierden la noción del tiempo y ya no son capaces de seguir el ritmo de los
cambios. La Academia Medianoche se construyó para que los vampiros no
cayeran en esa trampa. ¿Crees que era ese el propósito de mis padres? Tal
vez la Tribu acoge a los vampiros que perdieron el norte, a eremitas y
reclusos sin relación con la Humanidad.
Me estremecí de solo pensarlo.
—Te estás agobiando, ¿verdad?
—Sí, un poquito.
Nick me acarició la mejilla con el pulgar.
—¿Quieres que hagamos un descanso?
Comprendí que, en cierto modo, así era.
—Debería estar estudiando Historia. Es difícil sacar excelentes cuando
te ponen al lado gente que ha vivido en sus propias carnes la mitad de los
acontecimientos que aparecen en el libro. Además, mi madre es más dura
conmigo que nunca.
—Adelante. —Nick ya había devuelto su atención al libro sobre la
tradición vampírica—. No me moveré de aquí.
No levantó la cabeza del tomo en la hora siguiente, y cuando recogí mis
cosas para bajar, tuve que irme sin él porque se quedó trabajando hasta
que cerró la biblioteca. Ni nos habíamos planteado que pudiera llevárselo
a su habitación. Vic podía ser un inconsciente, pero no era tonto, y sería
una imprudencia dejar a la vista información fidedigna sobre vampiros.
De vez en cuando me asaltaban las dudas y me preguntaba si Nick no
tendría otras razones desconocidas para sumergirse en los libros de la
señora Bethany, pero enseguida descartaba la idea. La mayoría de las
veces lo animaba a seguir adelante, pensando que estaba cada vez más
cerca de convertirse en un vampiro y de quedarse conmigo para siempre.
Por descontado, no todo el mundo estaba de acuerdo. Courtney había
aflojado la presión después de que yo mordiera a Nick por primera vez
imaginando, tal vez, que por fin había ingresado «en el club». Sin
embargo, no quería que él formara parte de ese club; es decir, que
después de que corriera la voz por la escuela acerca del segundo
mordisco, ella había entrado en modo «bruja supino».
—¿Te imaginas pasar cientos de años saliendo con ese tipo? —rezongó
un día en clase de Tecnología moderna, dirigiéndose a Genevieve en voz
alta, mientras el señor Yee estaba en el rincón explicándole algo, con
paciencia de santo, al perpetuamente despistado Ranulf—. Es decir, por
favor. Me basta y me sobra teniendo que aguantar un curso entero a Nick
Ross. Va listo si cree que de aquí a veinte años voy a irle detrás cuando
esté intentando dar coba a la gente con la que estuvo metiéndose.
—Eh, Courtney, refréscame la memoria —dijo Balthazar con toda
naturalidad, mientras intentaba programar el microondas, que era en lo
que consistía la lección del día—. El otro día creí recordar que te había
visto en la Indochina francesa, pero luego me di cuenta de que no podía
ser porque tú te transformaste... ¿Cuánto hace? ¿Cincuenta años?
—Hum... —De súbito, Courtney parecía muy interesada en la punta de
su coleta—. Más o menos.
—No, espera. No hace cincuenta. —Balthazar frunció el ceño, como si el
microondas fuera para él una máquina ininteligible, aunque adiviné que ya
había descubierto cómo funcionaba—. Fue en... No, en los setenta
tampoco... En 1987, ¿no?
—¡No! —Courtney se había sonrojado. Genevieve la miró fijamente; no
sabía nada y parecía horrorizada—. Fue en 1984.
—Ah, en 1984, tres años antes. Bastante después de que los franceses
se fueran de Indochina. Me había equivocado. —Balthazar se encogió de
hombros—. Discúlpame, Courtney. Las décadas pasan volando para los
que llevamos ya un tiempo danzando por aquí.
Fingí que no estaba escuchándolos, pero se me escapó una risita
cuando Balthazar le dio triunfalmente al botón de encendido y el
microondas empezó a calentar un vaso de sangre. La edad significaba
estatus, y todo aquel que no pasara de medio siglo era un novato, por lo
que los aspavientos indignados de Courtney quedaron ridiculizados. Nick
y yo pertenecíamos a la escuela tanto como ella... Lo que me hacía sentir
rara, pero era cierto. Puede que volviéramos al cabo de cuarenta años o
de cuatrocientos; tal vez regresaríamos para entender los cambios que se
habían producido en el mundo y volveríamos a visitar el lugar donde nos
habíamos conocido. Todavía me acongojaba pensar en la eternidad que
nos esperaba por delante. Seguía angustiándome ligeramente cada vez
que pensaba en hasta qué punto tendría que adaptarme a un mundo que
podía cambiar tanto como lo había hecho para mi padre desde la invasión
normanda. La sensación que me invadía en esos momentos se acercaba
mucho al pánico a las alturas: muy cerca de la caída.
Sin embargo, cuando pensaba en que tendría a Nick a mi lado para
enfrentarme a todos esos años, mis miedos desaparecían.
La peor tormenta de todas estalló a mediados de marzo, una noche de
sábado tan ventosa que incluso los gruesos y antiguos cristales de las
ventanas de la escuela traqueteaban en sus marcos. Los relámpagos
iluminaban el cielo tan a menudo que a veces parecía de día durante un
par de minutos. Dada la imposibilidad de salir afuera, todas las estancias
comunes estaban abarrotadas. Por fortuna, varios amigos y yo
encontramos el modo de distraernos.
—Vale, ¿cómo puedes tener tantos de Duke Ellington y ni uno de Dizzy
Gillespie? —le preguntó Balthazar a mi padre.
Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, rebuscando entre
los discos para poner algo de música. Yo podría haber ido a buscar unos
cuantos compactos y la minicadena a mi cuarto, pero eso habría
significado dejar libre el sitio que ocupaba junto a Nick en el sofá. El me
había pasado un brazo por encima de los hombros y yo no tenía ninguna
intención de moverme.
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